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El cine ecuatoriano como retrato político: seis películas para entender el país en crisis

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En medio de una nueva etapa de inestabilidad política, Ecuador enfrenta tensiones sociales que se reflejan tanto en las calles como en las instituciones. El paro nacional convocado por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador, en rechazo a la eliminación del subsidio al diésel, y el proceso gubernamental para instalar una Asamblea Constituyente, evidencian un país en transformación. Con dos expresidentes condenados por corrupción y cinco mandatarios que han abandonado el cargo de forma abrupta desde 1997, Ecuador ocupa el tercer lugar en la región en cuanto a fragilidad institucional, según el informe Latinobarómetro 2024.

Este contexto no es nuevo, y el arte especialmente el cine ha sido testigo y narrador de las complejidades políticas del país. A través de distintas obras, se han retratado las tensiones entre poder económico, corrupción, migración, desigualdad y memoria histórica. Películas como Rata, Ratones y Rateros (1999) de Sebastián Cordero, muestran la brecha entre Sierra y Costa, mientras que Fiebre de Carnaval (2022) de Yuliana Ortiz, desde la literatura, expone la marginalidad en Esmeraldas y su relación con el centro político del país.

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Una de las cintas más directas en su crítica es El Facilitador (2013), dirigida por Víctor Arregui. La historia de Miguel, interpretado por Francisco Febres-Cordero, revela cómo la corrupción se entrelaza entre el sector privado y el público, en complicidad con un diputado encarnado por Andrés Crespo. “El dinero sobre todas las cosas” es el eje que guía la trama, hasta que la enfermedad obliga al protagonista a cuestionar su vida y sus vínculos familiares.

En Panamá (2019), Javier Izquierdo recrea una conversación entre dos excompañeros de colegio que se reencuentran en la capital panameña. Uno es yerno de un banquero; el otro, militante de la guerrilla Alfaro Vive Carajo. La película, en blanco y negro, evoca el Ecuador de los años 80 y alude al secuestro del banquero Nahím Isaías en 1985, revelando el choque ideológico que marcó esa década.

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Qué Tan Lejos (2006), de Tania Hermida, aunque no aborda directamente la política, muestra en su recorrido por carretera las pequeñas acciones que definen la idiosincrasia ecuatoriana. Desde la huelga que detiene el bus hasta el trabajador que sobrefactura en una gasolinera, se evidencian las tensiones entre lo cotidiano y lo estructural.

Prometeo Deportado (2010), de Fernando Mieles, aborda el tema de la migración tras el feriado bancario de 1999. En una sala de detención de aeropuerto, los ecuatorianos detenidos recrean un país dentro del encierro: negocios improvisados, comidas típicas, discusiones sobre trabajo y política. Lo criollo se vuelve surreal y kitsch, y la película se transforma en una parodia de la identidad nacional.

Finalmente, Sin Muertos No Hay Carnaval (2016), también de Sebastián Cordero, se adentra en la problemática de la invasión de tierras en Guayaquil. La historia de un terrateniente que debe decidir si desalojar a 120 familias muestra cómo el poder económico se articula con el Estado, sin escatimar en violencia ni corrupción.

Estas seis películas ofrecen una mirada profunda y crítica sobre la política ecuatoriana, desde distintos ángulos y épocas. En un país donde las tensiones sociales se intensifican y las instituciones se debaten entre la reforma y el colapso, el cine se convierte en una herramienta para entender no solo lo que ocurre en el presente, sino cómo se ha llegado hasta aquí. Más que entretenimiento, estas obras son documentos vivos que revelan las contradicciones, aspiraciones y heridas de una nación que sigue buscando su rumbo.

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