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Opinión

¿Coincidencia o Estrategia? Las Potencias que Rechazan las Cortes Constitucionales

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La ausencia de Cortes Constitucionales en potencias como Estados Unidos, China, Israel,
Pakistán y Francia, y la incorporación limitada o estratégica de estas instituciones en el
Reino Unido y Rusia, no es una casualidad histórica ni una anomalía jurídica. Es una
expresión deliberada de la primacía del poder político sobre la idealización kelseniana de la
«soberanía de la ley».

Desde la perspectiva de Schmitt, soberano es quien decide en el
estado de excepción, y las potencias, por su capacidad militar y su peso geopolítico,
encarnan esta soberanía al rechazar instituciones que puedan restringir su capacidad de
acción en momentos críticos. El derecho, para Schmitt, no es un sistema autónomo ni
neutral, sino un instrumento del poder político, y las Cortes Constitucionales, al pretender
ser guardianes de la constitución, representan una amenaza para la flexibilidad y la
autoridad necesarias en contextos de crisis.


Veamos el panorama. Estados Unidos no tiene una Corte Constitucional propiamente dicha;
su Corte Suprema ejerce control constitucional, pero dentro de un sistema que preserva la
autonomía del Ejecutivo en asuntos de seguridad nacional y política exterior. China, con su
estructura política centralizada, rechaza cualquier institución que pueda cuestionar la
autoridad del Partido Comunista. Israel y Pakistán, en contextos de alta inseguridad
geopolítica, priorizan la capacidad de decisión rápida sobre controles judiciales que puedan
obstaculizar respuestas estratégicas. Francia, aunque cuenta con un Consejo
Constitucional, lo mantiene con un rol limitado, incapaz de desafiar al Ejecutivo en
cuestiones clave.

El Reino Unido, forzado por la Unión Europea a crear una Corte Suprema
en 2010, refleja una imposición externa que choca con su tradición de soberanía
parlamentaria. Rusia, por su parte, adoptó una Corte Constitucional en 1991, pero con un
diseño que asegura su subordinación al Presidente y al Consejo de la Federación,
garantizando que el poder político prevalezca.

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¿Por qué este patrón? Porque las potencias entienden, en términos schmittianos, que la
soberanía no reside en una constitución abstracta ni en una corte que la interprete, sino en
la capacidad de decidir sin restricciones cuando el orden está en juego. Una Corte
Constitucional, como la concebida por Hans Kelsen, busca subordinar el poder político a un
sistema de normas que promete estabilidad y racionalidad. Pero Schmitt nos enseña que el
derecho no puede despolitizarse; está siempre impregnado de poder, y en momentos de
excepción conflictos, crisis geopolíticas, amenazas existenciales las normas deben ceder
ante la decisión soberana. Las potencias, con su rol en la configuración del orden global, no
pueden permitirse que una institución judicial declare inconstitucional una acción vital para
su supervivencia o influencia. Una decisión estratégica no espera un dictamen judicial, y un
Estado soberano no puede permitirse esa espera.


Kelsen, con su teoría de la «soberanía de la ley», comete un error fundamental al idealizar el
derecho como un sistema autónomo, desconectado de las realidades del poder. Su modelo,
surgido tras el Tratado de Versalles, responde a un contexto de reconstrucción europea,
donde se buscaba limitar el poder estatal para evitar conflictos. Pero esta lógica es
incompatible con las necesidades de las potencias, cuya existencia depende de su
capacidad para actuar de manera decisiva en un mundo donde la excepción es una
constante. Schmitt lo vio claramente: el derecho es una expresión del poder, y una Corte
Constitucional, al pretender ser un árbitro imparcial, se convierte en un actor político que
puede ser instrumentalizado para debilitar al Estado. Para las potencias, esta amenaza es
inaceptable, ya que su proyección geopolítica exige una autoridad política que no sea
cuestionada por jueces.

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El caso de Rusia es un ejemplo perfecto. En 1991, en un momento de debilidad estratégica
tras la disolución de la Unión Soviética, Rusia adoptó una Corte Constitucional, pero no
cayó en la trampa kelseniana. Al reservar la selección de jueces al Presidente y la
aprobación al Consejo de la Federación, aseguró que la corte no pudiera convertirse en un
poder autónomo capaz de desafiar al Kremlin. Esto es puro Schmitt: el soberano diseña las
instituciones para que sirvan al poder político, no para que lo limiten. El Reino Unido, en
cambio, cedió a presiones externas, pero su Corte Suprema opera dentro de un sistema
donde la soberanía parlamentaria sigue siendo dominante, mostrando que incluso bajo
coerción, las potencias buscan preservar su capacidad de decisión.


La crítica schmittiana a Kelsen no es solo teórica, sino profundamente práctica. Kelsen
ignora que el derecho es un instrumento del poder, y en contextos de alta incertidumbre,
como los que enfrentan las potencias, la capacidad de suspender las normas define al
soberano. Una Corte Constitucional, al intentar encarnar la supremacía de la constitución,
despolitiza el derecho y lo presenta como técnico, cuando en realidad está atravesado por
intereses políticos. En un mundo de competencia geopolítica, donde la excepción es la
norma, esta despolitización es ingenua y peligrosa. Las potencias lo saben, y por eso optan
por sistemas que concentran el poder en el Ejecutivo o en instituciones políticas, evitando
cortes que puedan paralizarlas en momentos críticos.

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En conclusión, la ausencia de Cortes Constitucionales en la mayoría de las potencias no es
un defecto, sino una afirmación de la soberanía en su sentido más puro. Desde la
perspectiva de Schmitt, el soberano es quien decide sin restricciones cuando el orden está
en peligro, y las potencias, por su naturaleza y su rol global, encarnan esta lógica. Kelsen,
con su fe en la «soberanía de la ley», propone un modelo viable para tiempos de estabilidad,
pero inútil para Estados que operan en un mundo donde la excepción es la regla. El
derecho es un medio, no un fin, y las potencias, al rechazar o limitar las Cortes

Constitucionales, demuestran que comprenden esta verdad: la soberanía no se somete, ni
siquiera a una constitución.

Marco Nahum Montes

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