Opinión

La narcocultura que devora a Ecuador: un país al borde del abismo

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Ecuador se desangra. La narcocultura, como un cáncer silencioso, ha metastatizado en
cada rincón de la sociedad, alimentada por la corrupción, la impunidad y un Estado que ha
abandonado a sus ciudadanos. No es solo una crisis de seguridad; es una fractura moral
que nos roba la empatía, la esperanza y el futuro. Los titulares ya no sorprenden: cuerpos
desmembrados en las calles, secuestros a plena luz del día, extorsiones que asfixian a
comerciantes y familias. Esta es la nueva normalidad, una realidad tan cruda que nos ha
endurecido el alma.

En este Ecuador roto, la corrupción no es la excepción, es la regla.En las noticias se
destapan casos que escandalizan: Los fiscales, lejos de ser guardianes de la justicia, se
disputan los casos de secuestro como si fueran boletos de lotería, con ganancias de 3,000 a
5,000 dólares por caso. La ley se ha convertido en un negocio, y la víctima, en un medio
para enriquecerse. Mientras tanto, las autoridades, encargadas de protegernos, se lavan las
manos con arrogancia.

En Guayaquil, epicentro de la violencia, la gobernadora Zaida Rovira tuvo el descaro de decir que “la seguridad es corresponsabilidad de la ciudadanía”. Palabras que no solo indignan, sino que golpean como un mazazo en la cabeza de quienes viven bajo el yugo del miedo. ¿Cómo puede ser corresponsable el ciudadano que paga impuestos, que clama por protección, que ve su negocio extorsionado o a su familia amenazada? Estas declaraciones no son solo una evasión de responsabilidad; son una bofetada a un pueblo que ya no sabe a quién recurrir.

Pero el daño más profundo se ve en las generaciones que crecen en este caos. Los niños,
esos que deberían soñar con ser médicos, abogados, bomberos o policías, ahora aspiran a
ser delincuentes. No es un capricho infantil; es el reflejo de un Estado ausente, de un
sistema que los ha desamparado. Los grupos delincuenciales, astutos y oportunistas, llenan
ese vacío con promesas vacías de “mejores vidas”. Ofrecen dinero fácil, poder efímero y un
sentido de pertenencia que el Estado nunca les dio. Así, la narcocultura no solo recluta
cuerpos, sino que secuestra almas, convirtiendo a los más jóvenes en soldados de una
guerra que no eligieron.

La empatía, esa cualidad que nos hace humanos, se desvanece. Ver cuerpos en las
esquinas, escuchar de secuestros en el noticiero, saber que el vecino fue extorsionado, ya
no nos estremece como antes.

Nos hemos acostumbrado al horror, y eso es, quizás, lo más aterrador. En este contexto, la narco cultura no es solo un problema de pandillas o carteles; es un sistema que prospera en la complicidad de instituciones corruptas, en la indiferencia de quienes deberían liderar y en el silencio de una sociedad que, agotada, baja la cabeza.

Ecuador está en una encrucijada. O enfrentamos esta narco cultura con un esfuerzo
colectivo que exija justicia, transparencia y un Estado presente, o nos resignamos a ser un
país donde el miedo reina y los sueños mueren. La pregunta no es si podemos cambiar; es
si aún tenemos la voluntad de hacerlo.

Porque mientras las autoridades nos culpan y los niños sueñan con ser criminales, el tiempo se agota. Este no es solo un artículo; es un grito de auxilio.

Marco Nahum Montes

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